La utilización de lo simbólico en la tarea proyectual es algo que podríamos pensar como una característica propia de las culturas pasadas, pero el vínculo de las personas con la simbología es inherente a todo ser humano. Por esto, aunque creamos que no es algo que llega hasta nuestros días, está presente.
Si entendemos como símbolo un signo que establece una relación de identidad con una realidad, generalmente abstracta, a la que evoca o representa, como por ejemplo «el olivo es el símbolo de la paz en las culturas mediterráneas», podríamos decir que las formas incorporadas a la arquitectura son elementos que contienen significados más allá de la intención del arquitecto de comunicar una idea que hace alusión a una determinada representación.
A modo de ejemplo podemos señalar el proyecto de vivienda The Wall House, del arquitecto y docente estadounidense John Hejduk, que tiene en su composición un muro que, claramente, funciona como elemento simbólico. La casa fue pensada para las afueras de Connecticut, Estados Unidos, pero finalmente fue construida en la ciudad de Groningen, en los Países Bajos, por ser un manifiesto de la arquitectura de una época particular. El proyecto es el resultado de los análisis pictóricos-morfológicos de Hejduk, de sus ensayos con formas primarias, sus estudios sobre la deformación del cubo y el muro tomado como elemento de diseño, el cual separa el eje horizontal y el vertical de la vivienda o las funciones principales y las de servicio. Pero también es un símbolo de la conexión y la barrera entre espacios: los tres cuerpos que en apariencia salen voladizos del muro en realidad están sostenidos por una trama estructural. El muro es una metáfora de tensión, no estructural, que podría representar el tiempo en el momento de paso; pero de un paso efímero, momentáneo, razón a la que atribuye Hejduk la delgadez del muro.
Anteriormente dije que la forma es expresión arquitectónica y que los símbolos contenidos en esas formas transmiten significados más allá de si el arquitecto tuvo la intención o no de comunicar una representación, pero esto solo se fundamenta si el símbolo tiene un sustento en la cosmovisión del espectador y/o habitante, ya que la obra termina ahí, no en el proyecto, sino en el habitar —mirar— y sentir.
Otro claro ejemplo de lo simbólico en la arquitectura se puede apreciar en las culturas precolombinas, donde, estudiando las formas utilizadas, se puede ver cómo los símbolos son el soporte de la cosmovisión del mundo. Un caso concreto son las pirámides en las culturas mesoamericanas que podían ser vistas como la representación de una montaña sagrada que simboliza el centro del universo, como un templo a un Dios o como el ascenso del rito. Sobre la escalinata nornordeste del templo Kukulkán, la principal estructura arquitectónica de Chichén Itzá, durante el atardecer de los equinoccios de primavera y otoño, se observa una proyección solar serpenteante que consiste en siete triángulos isósceles de luz invertidos como resultado de la sombra que proyectan las nueve plataformas de este edificio durante el ocaso. Este fenómeno da la sensación de que, a medida que avanza el tiempo, parezca que del templo baja una serpiente y que el último reducto de luz se proyecta en la cabeza de la serpiente, figura representada en piedra y que se encuentra en la base de la escalinata. La mitología maya describe a las serpientes como los vehículos mediante los cuales los cuerpos celestes, como el Sol y las Estrellas, cruzan los cielos y que el desprendimiento de su piel las convirtió en un símbolo de renacimiento y renovación.
Creo que hoy en día los símbolos son más difíciles de encontrar, no está «de moda» proyectar la alegoría de la naturaleza en una guarda decorativa como en la Buenos Aires de hace 200 años. Pero aun así podríamos imaginar la forma de una planta de arquitectura o, simplemente, la proporción de algo, como una ventana, para hablar de cómo los habitantes deciden llevar a lo concreto de su espacio su forma de ver el mundo.